Yo espero que usted sí pueda leer esto, Presidente. Hace tres años, cuando Nairo Quintana ganó el Tour de l’Avenir, estuve en su casa. No me refiero a la de él, que luego de conocerla pude darme cuenta no alcanza a llamarse casa. Hablo de la suya, Presidente, la Casa de Nariño.
Estuve allí porque usted lo invitó para hacerle un homenaje. Yo estaba atrás, entre la montonera de periodistas, cubierto por luces y cámaras de noticieros que seguían el discurso que entonces usted daba, palabras llenas de orgullo patrio, cómo olvidarlo. Hoy, sin embargo, debo serle franco: yo no estaba pendiente de usted. Desde mi rincón solo veía a Nairo.
Y ahora recuerdo su cara: el nerviosismo que se le acumulaba en gotas de sudor que le brillaban en la frente, sus ojos abiertos como platos de sopa. El chico estaba feliz. Era esa felicidad que desfigura el rostro, incontenible como estornudo, felicidad tan rara para algunos colombianos.
En medio del discurso usted prometió una casa para sus padres y un centro de alto rendimiento para los deportistas de su tierra. Luego le puso una medalla en el pecho y le dio un abrazo.
Yo había ido hasta Bogotá para hablar con él. Quería que me explicara de dónde había sacado esa obstinación, esa persistencia a prueba de golpes para sobreponerse a su propio destino.
Pero después de la Casa de Nariño, Presidente, vinieron más promesas. Unos y otros lo llevaron de aquí para allá, exhibiendo su triunfo como gesta propia. Aquel día, entonces, solo pudimos conversar unos minutos. Y aunque lo intenté, nunca pude verlo otra vez.
Poco después, luego de viajar hasta Arcabuco para conocer el lugar donde había nacido, escribí un texto para contar quién era ese muchachito que no pude conocer pero que admiraba tanto. Lo titulé Carta a Nairo. La carta, sin embargo, él nunca la leyó.
¿Sabe por qué lo sé? Un día después de publicado, una de sus hermanas me llamó. Me pidió el favor de que le enviara el periódico porque allá donde vivían era imposible conseguirlo.
Yo lo empaqué en un sobre de manila y se lo mandé por correo certificado, pero la empresa de mensajería me lo devolvió a la semana siguiente. Y cuando se lo volví a mandar, pasó otra vez. Me explicaron que no habían podido encontrar la casa. Que con esas indicaciones: pasando la curva de La Cantera, sobre la loma de El Moral, a quinientos metros de la guardería Pato Lucas, era imposible.
Aquello, Presidente, me pareció una metáfora de este país que desconoce cómo vive su gente: en esa Colombia, en esa Colombia sin direcciones, allá donde ni siquiera llegan cartas, allá vivía nuestro campeón.
Y allá sigue viviendo. Estos días lo he visto por televisión: las paredes de adobe, el suelo de tierra, el techo roto. Esa es la razón por la que hoy le escribo, Presidente. Perdone si esto le parece una impertinencia, pero yo aún creo en el poder de las historias. Y la de Nairo, es la historia de este país.
Es la historia de una lucha olvidada, de cientos de promesas incumplidas. Créame, no exagero: hace tres años, por ejemplo, un político le prometió a la mamá de Nairo 300 gallinas para celebrar la valentía de su muchacho. Hoy, en el solar de los Quintana, hay lo mismo que entonces: trozos de bicicletas, retazos de neumáticos, perros de razas callejeras.
Yo no soy nadie para pedir que cumpla su promesa, Presidente. Usted debe tener urgencias mayores. Pero yo creo que ahora, cuando en La Habana se discuten treguas, rendiciones, reparticiones de tierra, darle una casa a ese muchacho sí que sería un mensaje. Sería decir que en este país, de verdad, la paz es más importante que la guerra.
Yo no sé si esto sirva de algo. Por ahora solo confío en que usted lea. Tal vez, un día, Nairo, en su casa, también pueda hacerlo. Esta, es la postdata de mi carta.
Atentamente,
Jorge Enrique Rojas".
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